jueves, 26 de julio de 2012

GEORGE RITCHIE



Veamos ahora el testimonio del famoso siquiatra George Ritchie, que es completo y significativo.


Era a finales de 1943, tenía él 20 años, y fue destinado al campamento militar de Berkeley, un lugar destinado a albergar 250.000 soldados que irían a luchar al frente europeo contra los alemanes. Pero cogió una pulmonía que lo llevó a la muerte clínica, donde tuvo la experiencia que cambió su vida. Al principio, salió de su cuerpo y lo vio echado en la cama sin darse cuenta de que era su propio cuerpo. Después, empezó a vagar por todo el hospital y alrededor del campamento. A continuación, vino la luz. Dice:

No se trataba de una luz, sino de una persona que había entrado en mi habitación, o mejor expresado, un Hombre hecho de luz, aunque me parecía tan imposible a mi mente como increíble aquella intensidad luminosa de la cual Él estaba hecho... Y me vino una profunda convicción: “Estoy en la presencia del Hijo de Dios”. Era una especie de conocimiento inmediato y completo... Jesús era todo poder, anterior al tiempo y, a la vez, joven y actual como el hombre más moderno que hubiera conocido. Y, con la misma misteriosa certeza interior, sentía que aquel Hombre me amaba. Era un amor incondicional, un amor sorprendente, inconmensurable. Un amor más allá de toda comprensión humana, imposible de imaginar. Aquel amor sabía todas las cosas no merecedoras de amor en mí (mi explosivo temperamento, las peleas con mi madrastra, mis pensamientos incontrolados en cuanto al sexo, cada pensamiento egoísta y cada acción llevada a cabo desde mi nacimiento) y, a pesar de todo, yo sentía con una intuición inexplicable que Él me amaba tal como era.

Al afirmar que Él sabía todos los detalles de mi vida, sólo lo digo como una observación. Su radiante presencia había penetrado cada episodio y cada secuencia de mi vida entera. Todas y cada una de las cosas que me habían sucedido estaban allí como en una vista panorámica única, en el sentido más actual y contemporáneo, como si todo se estuviera representando al mismo tiempo. ¿Cómo aquello era posible? No lo sé... Me di cuenta de las muchas tonterías cometidas como, por ejemplo, cuando le volvía la cara a mi madrastra cuando quería darme un beso a la hora de acostarme... Se representaron otras escenas, cientos, miles de ellas, iluminadas por la presencia de la Luz, existiendo todas ellas como si el tiempo nunca hubiera dejado de transcurrir... Pasaron por delante de mí escenas de mis años de universidad, mis salidas con las chicas, los exámenes de química, las competiciones deportivas... Cada detalle de mis veinte años de vida estaba expuesto para ser visto en un momento. Lo bueno y lo malo, las cosas más importantes, las trivialidades, lo normal y lo extraordinario. Y, en medio de esta visión, venía una pregunta. Estaba como implícita en cada escena: ¿Qué has hecho de tu vida?

¿Qué has logrado hacer con el precioso tiempo que se te ha concedido? No había pecados espectaculares, los normales de un joven en edad de tentaciones de sexo. Pero si no había horrendos crímenes, tampoco pude descubrir algo de un valor destacable. Si algo sobresalía, era un determinado interés en mí mismo, un interés en todo lo personal, encerrado en mis conveniencias...

Me di cuenta de que era yo mismo quien juzgaba los eventos mostrados a mi alrededor. Era yo mismo quien los juzgaba triviales, egoístas, sin importancia. La condenación no procedía de Él. No era Él quien me reprochaba mis actos. Él simplemente me amaba, esperando mi respuesta a la pregunta que aún estaba meciéndose en el aire: ¿Qué puedes mostrarme de lo que has hecho en tu vida?... Su pregunta, como todo lo que procedía de Él, estaba relacionada con el amor. ¿Cuánto has amado durante tu vida? ¿Has amado a los demás como yo te he amado a ti? ¿Totalmente? ¿Incondicionalmente?...

Con sorpresa, me di cuenta de que nos pusimos en movimiento. No me había dado cuenta de que ya no estábamos en el hospital... Vi un grupo de trabajadores juntos ante una cantina, tomando café. Una de las mujeres pedía a otra un cigarrillo, con tal vehemencia que parecía desearlo más que nada en el mundo. Pero la otra la ignoraba por completo. Sacó un paquete de cigarrillos, lo abrió con naturalidad, encendió su pitillo y volvió a esconder su paquete. Tan rápido como si se tratara del movimiento de una serpiente, la mujer a quien se le había negado el cigarrillo, se tiró a arrebatárselo de la boca a la otra. Lo intentó una segunda vez... Y otra, sin éxito... Entonces, me di cuenta de que se hallaba en la misma situación de inmaterialidad que yo mismo. Estaba muerta. Me detuve mirando a una mujer que aparentaba unos cincuenta años, siguiendo a un hombre, más o menos de la misma edad, por una calle. Ella tenía un aspecto mucho más vivaz, accionaba exageradamente y lágrimas resbalaban por sus mejillas. Por otra parte, el hombre, a quien ella se estaba dirigiendo, ignoraba por completo su existencia...

Tan rápidos como el pensamiento viajamos de ciudad en ciudad, aparentemente por diversos lugares de la Tierra... Dentro de una casa vi a un joven dirigirse a su anciano padre: “Lo siento, papá; lo siento, mamá”. Se lo repetía sin parar, pero las palabras no significaban nada para los vivos. Varias veces, me hizo detener Jesús ante escenas semejantes. Vi a un muchacho siguiendo a una joven de unos diecisiete años por los pasillos de la universidad y decirle: “Nancy, no sabes cuánto lo siento”. Una mujer de mediana edad pedía con desesperación a un hombre con el pelo gris que le perdonara. Pregunté a Jesús: ¿Por qué todos piden perdón y excusas? Me dijo: “Todos ellos son suicidas, encadenados por las propias consecuencias de su acción”.

Hasta el momento, habíamos visto lugares donde los vivos y los muertos convivían codo a codo. Ahora fuimos a una extensa llanura abarrotada, hasta el punto de no caber uno más de aquellos seres descarnados, fantasmagóricos. Todos ellos estaban evidentemente, frustrados; nunca en mi vida había visto personas tan violentas, tan miserables en todos los sentidos de la palabra... Por todas partes, había gente luchando a muerte, contorsionándose, pegando, cortando... Vi cómo luchaban con sus manos, sus pies, sus dientes; pero, al mismo tiempo, nadie parecía estar herido ni se veía sangre... Si antes había sospechado de hallarme en el infierno, ahora estaba seguro de ello. Hasta aquel momento, la tragedia consistía en hallarse encadenados al mundo físico. Ahora podía darme cuenta de que existían otros tipos de cadenas. Aquí no se disponía de objetos sólidos o de personas corporales. Estas criaturas parecía que se hallaban encadenadas a los propios hábitos de sus mentes por medio del odio, de la lujuria y de todos los pensamientos tendentes a la destrucción. Aún más horroroso que las dentelladas y las coces que se intercambiaban, eran los abusos sexuales de muchos. Perversiones que nunca había soñado y que incesantemente intentaban llevar a cabo sin poder hacerlo a causa de no tener un cuerpo real. Resultaba imposible definir los aullidos emitidos...

También en esta ocasión me di cuenta de que ninguna condenación salía de los labios de Jesús. Solamente tenía compasión de aquellos infelices, que quebrantaban su Corazón. Ciertamente, no era su voluntad el que una de estas criaturas estuviera en tal situación y en tal lugar. Entonces, ¿por qué razón estaban confinados en este lugar? ¿Por qué no huían de aquel infierno?... Tal vez por siglos cada criatura de ésas había estado buscando la compañía de otros seres tan llenos de odio y de orgullo como ellos mismos hasta que finalmente llegaron a formar una sociedad tan maldita como aquella. Tal vez no era Jesús quien les había abandonado, sino ellos los que habían rechazado la Luz que les ponía al descubierto sus tinieblas. Ellos no daban tregua al rencor que salía de sus corazones; sus ojos estaban atentos al mal que podían hacer, buscando otra criatura a quien humillar...

Luego vi, infinitamente lejos, demasiado distante para ser percibido por los medios a mi alcance, una ciudad. Una ciudad luminosa, un lugar sin término, pero con tal calidad de luz que podía distinguirse a pesar de la inimaginable distancia que nos separaba. Su brillantez parecía emanar de los mismos edificios y calles del lugar y de los seres que ahora ya podían distinguirse. De hecho, la ciudad en sí parecía hecha de luz, una luz similar a la Luz del que tenía a mi lado, acompañándome siempre... Lloré al perder aquella maravillosa escena, reconociendo mi impotencia e incapacidad, pero tuve la convicción de que, en aquel instante, había podido contemplar la realidad del cielo... Unos segundos después, nos hallábamos ya entre las cuatro paredes de la habitación del hospital. Jesús estaba todavía a mi lado. De no haber sido así, no hubiera resistido el impacto de la brutal transición, al pasar del infinito a las reducidas dimensiones de aquella celda.

Lo que experimenté en el reino de la vida futura cambió mi vida. Desde aquellos días, no he considerado nada en mi vida sin pensar en el propósito que Dios tiene para mí. Ningún contacto con otra persona ha dejado de ser importante para mí. Cada minuto de cada día, desde entonces, ha sido completamente diferente al que había vivido antes. Lo importante es amar. Por eso, estoy convencido de que el futuro del mundo depende, en gran manera, de cómo hayamos sabido amar a los demás, aquí y ahora .

P. ÁNGEL PEÑA

1 comentario:

Alcion0558 dijo...

Gracias, Amado P, Angel Peña.
Juan J. Peña Gomez,
Palma de Mallorca
alcion0558@gmail.com